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44 lógicos que en los anteriores treinta y, en esos treinta, más que en los trescientos anteriores. Pues exactamente ése, y no otro, es el mundo en el que ahora vivimos y en el que la comunicación y sus agentes generadores no solo no pueden ser ajenos, sino que, todo lo contrario, se han convertido en los auténticos protagonistas de la Historia con mayúscula. Sería estúpido pensar que en este contexto tan perturbador e impredecible, la comunicación, en general y, en particular el periodismo, no estén obligados a adaptarse al endiablado ritmo que marca el desarrollo de las tecnologías y en la misma proporción en la que también el mundo lo hace. Un mundo inter e hiper conectado, que ha propiciado que en términos tecnológicos vivamos el momento más democrático de toda la historia de la humanidad en cuanto a uso, acceso, creación, distribución y participación en el proceso global de la comunicación. Un mundo, en suma, que al trasluz de los efectos positivos que los procesos de la información y la comunicación han traído, paradójicamente está sometido simultáneamente a riesgos y peligros ciertos que podrían conducir a su propia autodestrucción. Que miles de millones de personas estén comunicadas en el planeta o puedan estarlo no significa que necesariamente estén bien informadas y, de hecho, en más ocasiones de las que nos gustaría prima la desinformación, en la medida en la que con la misma facilidad con la que se difunde la información de calidad, también se difunde la mala. Y esa mala o buena información no son términos gratuitos ni inocuos, sino que conllevan serias obligaciones y peculiaridades que afectan a los estándares ampliamente aceptados y reconocidos, a la ética colectiva de las sociedades democráticas y a la responsabilidad profesional de quienes divulgamos información y contenidos. Que se esté bien comunicado no es obligatoriamente sinónimo de estar mejor informado. Porque el bien a proteger ahora y en el futuro no será el trabajo ni la nómina de los periodistas (a pesar de las muchas crisis que nos acechen) y ni siquiera lo será la rentabilidad de las propias empresas de medios, igualmente sometidas a la vorágine competitiva. El verdadero propósito de la comunicación del futuro será el de mantener sociedades libres, abiertas y bien informadas para evitar que los francotiradores que indiscriminadamente disparan Fake News desde cualquier parte del mundo o los poderes que actúan en la sombra con intereses o deseos no declarados, amenacen la supervivencia de nuestro estilo de vida y la salud de las sociedades democráticas. Estoy seguro de que el futuro seguirá siendo de los grandes grupos de comunicación, de las grandes empresas y de la contribución de las marcas personales de cada uno de los periodistas y profesionales que los integran, socialmente comprometidos, económicamente fuertes y con la suficiente solvencia reputacional como para resistir a todos los frentes hostiles que sin duda están por llegar. Puede que las grandes cadenas de televisión, internet o las mismas redes sociales se nutran con frecuencia de los videos caseros, puede que cada uno de nosotros tenga de manera personal y aislada su pequeña aportación en un momento determinado en esa gran red de la comunicación global, puede Ni la información puede estar en manos de algoritmos que puedan anular la capacidad crítica de los seres humanos, ni la seguridad y el control de las redes en las que se difunde la información debe estar concentrada en unas únicas manos o subordinados a desconocidos intereses.

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